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jueves, 7 de marzo de 2013

Albert Speer: construir para destruir

Fue el arquitecto de Hitler, y sus libros de memorias, oscuros y trepidantes, son un testimonio de primera mano del horror del nazismo.

Con algo menos de treinta años, Albert Speer se convirtió en el supremo arquitecto del Tercer Reich, y en el hijo que Hitler hubiera querido tener. Speer (nacido en 1905 y muerto en 1981) sorteó los celos y las intrigas de sus rivales en la corte del Führer, criminales de la talla de Goëring, Himmler, Bormann. Llegó a ministro de Armamentos y consiguió que las fábricas funcionaran hasta el fin de la guerra, operadas por trabajadores esclavos. Judíos extraídos de los campos de concentración y de las zonas ocupadas que morían de extenuación en instalaciones soterradas para protegerlas de los bombardeos. Con la derrota fue procesado como criminal de guerra en el juicio de Nuremberg. Salió librado con una pena de cárcel, mientras que sus pares acabaron sus días en el extremo de una soga. A pesar de las prohibiciones, en Spandau se las ingenió para escribir sus memorias en cuanto trozo de papel pudo conseguir. Al salir, veinte años más tarde, las publicó bajo el título Dentro del Tercer Reich . El libro fue, y sigue siendo, un éxito. Lo tradujeron a treinta idiomas y vendió millones de ejemplares. En el ocaso de su vida, Speer se hizo rico. Se convirtió en estrella de los talk-shows, celebridad de la prensa y conferencista internacional. En Londres, la ciudad que aterrorizó con sus misiles, un ACV lo fulminó luego de la última entrevista, entre las miles que concedió. A los 76 años terminó una vida de éxitos con un solo fracaso rotundo: nunca consiguió recomponer la relación con sus seis hijos.

TESTIMONIO PRIVILEGIADO 
El libro, en el que se basan muchísimas investigaciones serias, es uno de los más valiosos documentos de ese horroroso periodo de la historia. Se trata a la vez del argumento más demoledor del régimen nacional socialista y el relato apasionado de la vida cotidiana del poder nazi de un testigo privilegiado. No es de extrañar el extraordinario interés que despertó y que continuó con otros dos volúmenes: Infiltrado y Diario de Spandau . No cabe duda de que Speer tenía un don natural para la narración. Sus obras monumentales, esas que hicieron exclamar a su padre, también arquitecto: "Todos ustedes se han vuelto completamente locos", fue una arquitectura narrativa. La concreción en piedra y cemento de la ficción nazi, del delirio de Hitler. Speer resucitó el clasicismo griego, y lo exasperó, lo hizo más grande, más imponente. Construyó los decorados perfectos para que el Führer escenificara sus discursos, propagara la histeria colectiva e inoculara el odio. Le construyó un Olimpo, el hábitat del dios que Adolf creía ser. Para aventar cualquier duda que pudiera surgir sobre su divinidad, en el Campo Zeppelin, Speer montó una "catedral de luz", para que la masa lo adore. Entendió e interpretó a la perfección el cuento de Hitler y le proporcionó el marco imprescindible para que todo un pueblo lo hiciera propio. Los nazis no podrían haber hecho lo que hicieron si no hubieran tenido botas, nadie hubiera temido a un SS en zapatillas o sin los uniformes diseñados por Hugo Boss, el sastre que hoy está de moda entre los ejecutivos de las multinacionales. El nacional socialismo no hubiera sido lo que fue sin esa arquitectura narrativa desde donde el iluminado le impartía la comunión a la raza superior.

CONSTRUIR UNA IMAGEN  DE GANADOR
Pero el sueño devino pesadilla, y el Reich de los mil años se hundió en la derrota. La barbarie nazi ya no pudo ser ignorada. Los aliados dispusieron la captura de la jerarquía nazi. El gobierno que sucedió al gabinete de Hitler se había instalado en un castillo cercano a la frontera danesa. Tres hombres callados llegaron al despacho de Speer: George Ball y Paul Nitze, directores del Estudio de Bombardeo Estratégico; y un economista, John Kenneth Galbraith, quien formó parte del equipo que debía evitar que la inflación en EE.UU. Afectará los esfuerzos de la guerra. Su misión: sacarle al ministro la mayor información posible antes del juicio. Dispusieron de él durante diez días en los que Speer colaboró ampliamente. No sólo les brindó todos los datos que le pidieron, también les indicó los lugares donde se guardaban documentos ultra secretos y les facilitó las llaves de las bóvedas. Ninguno de ellos reveló jamás qué se pidió ni qué se dio a cambio de tan valiosa data. Una vez exprimido, Speer fue entregado al Tribunal. Ahora sus lectores no eran nazis alucinados, sino militares rusos, americanos, ingleses y franceses. Los últimos tenían muchas cosas en común, pero los rusos eran huesos duros de roer. Tenía que conseguir que los tres últimos le perdonaran la vida y que se impusieran a los implacables soviéticos. En su estrategia defensiva había dos puntos muy difíciles de soslayar: los trabajadores esclavos y los campos de concentración. Speer no podía ignorar su existencia y el miserable rol que le hicieron jugar en la producción de armas y municiones. Speer no fue mejor que sus colegas nazis y como arquitecto no dejó nada de valor. Pero al narrador, se le ocurrió una fórmula genial: "Yo no lo supe; debí haberlo sabido, pude haberlo sabido, pero no lo supe". Una maniobra narrativa notable: no pudo haber participado de algo que ni siquiera sabía que existía. Sobre esta defensa construyó una figura simpática, seria, desenvuelta y arrepentida que, con lágrimas en los ojos, se declaró responsable una y otra vez, pero nunca culpable. Un nazi bueno. Sólo dos de los acusados se diferenciaron claramente del resto. Uno fue Goëring quien, despreciando la cobarde estrategia de sus colegas, de endilgarle la culpa a otros, dijo al tribunal: "Toda mi defensa puede resumirse en tres palabras: chúpenme el culo". En el otro extremo, Speer se distanció de uno y otros asumiendo su responsabilidad y mostrándose amable, colaborador, desenvuelto. 

Excusó su "ceguera voluntaria" en una tipología muy fácil de digerir para los vencedores, el tipo de hombre que se estaba volviendo muy importante en todos los estados que participaron en la guerra: el técnico puro, el hombre brillante que no proviene de una clase social destacada, ni tiene antepasados gloriosos y cuyo único objetivo es abrirse camino en el mundo gracias a sus aptitudes de organizador. Su falta de espesor psicológico y la pericia con que maneja la organización de los medios de producción hacen de este tipo el sujeto descollante de aquella época y también de la actual. Aquel fue su tiempo, el momento en que a un joven buen mozo, elegante y desenvuelto, se le ofrece un éxito que no duda en tomar más allá de cualquier otra consideración. Con sus notables dotes de narrador se identificó con ese arquetipo consagrado que sigue vigente hasta el día de hoy. El ganador.