La historia está poblada de leyendas y fábulas que
resisten el paso del tiempo. Alguien dijo, con razón, que los historiadores, a
fin de evitarse las molestias de las averiguaciones, se copian los unos a los
otros. De manera que las leyendas siguen haciendo parte de la historia, pero
ninguna de ellas ha tenido la tenacidad de aquella relativa al incendio de la
biblioteca de Alejandría por los musulmanes. Esta falsedad ha sido repetida, de
siglo en siglo, hasta el cansancio, en todos los idiomas. Hasta un escritor
como Jorge Luis Borges incursionó poéticamente sobre el tema. La que sigue es
una sucinta exposición fundamentada en las investigaciones de historiadores y
científicos que logran precisar el origen y la razón de la falsificación.
Alejandría fue fundada cerca del delta del Nilo por
Alejandro el Grande el 30 de marzo de 331 antes de Cristo. Ptolomeo I Soter (el
‘Salvador’), que había sido uno de los mejores generales de Alejandro, inició
en Egipto una dinastía de sangre griega de la cual la famosa Cleopatra sería su
último soberano.
Según lo manifiesta el obispo griego san Ireneo
(c.130-c.208), Ptolomeo fundó en Alejandría, en el barrio del Bruquión, cerca
del puerto, la que sería conocida como la Biblioteca-Madre, y ordenó la
construcción del Faro, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Su hijo,
Ptolomeo II Filadelfos (‘Amigo como Hermano’), llevó a cabo el proyecto de su
padre construyendo el Faro y el Museo, este último considerado como la primera
universidad del mundo en su sentido moderno, y además compró las bibliotecas de
Aristóteles y Teofrasto, reuniendo 400.000 libros múltiples (symoniguís) y
90.000 simples (amiguís), como lo asevera el filólogo bizantino Juan Tzetzes
(c.1110-c.1180) basado en una ‘Carta de Aristeas a Filócrates’ que data del
siglo II a.C.
Por entonces los manuscritos se escribían sobre láminas
de papiros, un vegetal muy abundante en Egipto, que crece en las adyacencias
del Nilo. Según nos informa Plinio el Viejo (23-79) en su Historia Natural, a
causa de la rivalidad de la Biblioteca de Pérgamo con la Biblioteca de
Alejandría, Ptolomeo Filadelfos prohibió la exportación de papiro; en
consecuencia, en Pérgamo se inventó el pergamino; éste se conseguía preparando
la piel de cordero, de asno, de potro y de becerro, y cuando más lisa y suave
fuera la piel que se utilizaba, más se la apreciaba. El pergamino era más
resistente que la hoja de papiro y además ofrecía la ventaja de que se podía
escribir sobre ambos lados.
Ptolomeo III Everguétis (el ‘Benefactor’) será el
fundador de la Biblioteca-hija en el Serapeum (templo dedicado a Serapis, una
divinidad que deriva de la unión de Osiris y Apis identificada con Dionisos),
en la Acrópolis de la colina de Rhakotis, que sumará 700.000 libros, según el
escritor latino Aulio Gelio (c.123-c.165). Esta finalmente reemplazará a la
Biblioteca-madre a fines del siglo I a.C., luego del incendio provocado durante
las luchas entre los legionarios de Julio César y las fuerzas ptolemaicas de
Aquilas, entre agosto del 48 y enero del 47 a.C. en el puerto de Alejandría.
Durante el siglo IV d.C., luego de la proclamación del
cristianismo como la religión oficial del imperio romano, la seguridad de los
santuarios griegos comenzó a ser amenazada. Los viejos cristianos de la Tebaida
y los prosélitos odiaban la Biblioteca porque ésta era, a sus ojos, la
ciudadela de la incredulidad, el último reducto de las ciencias paganas. Por
esa época parecía impensable que un siglo antes allí hubiera estudiado y
formado cientos de discípulos un filósofo como Plotino (205-270), fundador del
neoplatonismo.
La situación se tornó particularmente crítica durante el
reinado de Teodosio I (375-395), el emperador que no aceptó tomar el título
pagano de pontífice máximo y que trató de acabar con la herejía y el paganismo.
Por orden de Teófilo, obispo monofisita de Alejandría, que había peticionado y
conseguido un decreto imperial, el Serapeum, el complejo que contenía la
preciosa biblioteca y otras dependencias fueron destruidos y saqueados. “Tras
el edicto del emperador Teodosio I en el año 391, mandando cerrar los templos
paganos, esta magnífica Biblioteca-hija pereció a manos de los cristianos en el
391, fecha de la violenta destrucción e incendio del Serapeum alejandrino; las
llamas arrasaron allí la última y fabulosa biblioteca de la Antigüedad. Según
las Crónicas Alejandrinas, un manuscrito del siglo V, fue el patriarca
monofisita de Alejandría, Teófilo (385-412), conocido por su fanático fervor en
la demolición de templos paganos, el destructor violento del Serapeum” (Pablo
de Jevenois: “El fin de la Gran Biblioteca de Alejandría. La leyenda
imposible”, en Revista de Arqueología, Madrid, 2000, p. 37).
El renombrado historiador y teólogo visigodo Paulo Orosio
(m. 418 d.C.), discípulo de san Agustín, en su Historia contra los paganos,
certifica que la biblioteca alejandrina no existía en 415 d.C.: “Sus armarios
vacíos de libros… fueron saqueados por hombres de nuestro tiempo”.
Su desaparición significó la pérdida de aproximadamente
el 80% de la ciencia y la civilización griegas, además de legados
importantísimos de culturas asiáticas y africanas, lo cual se tradujo en el
estancamiento del progreso científico durante más de cuatrocientos años, hasta
que felizmente sería reactivado durante la Edad de Oro del Islam (siglos
IX-XII) por sabios de la talla de ar-Razi, al-Battani, al-Farabi, Avicena,
al-Biruni, al-Haytham, Averroes y tantos otros.
Mitómanos y detractores
Entre la avalancha de acusaciones que señalan a los
árabes musulmanes como los autores de la destrucción de la Biblioteca de
Alejandría, hemos seleccionado tres ejemplos. El primero se refiere a la nota
titulada “¡Prendan fuego!”, firmada por Belisario Segón y aparecida en El
Tribuno de Salta (domingo 23 de febrero de 1986, pp. 4 y 5). De la misma
extractamos estos párrafos: “Ese ejercicio perverso de prender fuego al saber
escrito -pretextando cualquier motivo de tipo religioso, racial, político o
ideológico- pasó a la historia con el nombre de ‘omarismo’ (…) ¿Cuándo nace el
‘omarismo’? Probablemente con la quemazón de la Biblioteca de Alejandría. Se
sabe que la incineración de sus libros respondió a un programa de gobierno cuyo
jefe -en ese entonces dueño de un gran imperio- fue el califa Omar. Él, al
mando de un ejército de 4.000 hombres, en nombre de Mahoma, entró a conquistar
Egipto en el año 640. (…) Cuando llegó a tomar Alejandría, el oficial que
comandó la patrulla que allanó la célebre biblioteca, el ignorante Amrú, se
dirigió a Omar y le detalló la cantidad de libros existentes. Sin ninguna
curiosidad por los legendarios y miles de papiros que había en los cientos de
estantes, Omar -semianalfabeto y rudo- le espetó la siguiente frase a su
miliciano: ‘Si esos escritos están conformes con el Corán, son inútiles, y si
ocurre lo contrario no deben tolerarse’. Entonces Amrú, dando voces de mando,
salió a quemar la Biblioteca de Alejandría, como venganza de los árabes que
veían en sus guerras santas el reinado de Dios. Los volúmenes y papiros fueron extraídos
del edificio y enviados a las calderas de los baños de la ciudad. Sirvieron de
combustible durante seis meses, perdiéndose el tesoro de la humanidad más
preciado: los manuscritos originales de los mejores pensadores griegos, judíos
y egipcios. El ‘omarismo’ había logrado su objetivo gracias a un grupo de
sarracenos fanatizados. (…) El fanatismo de Omar, ¿hasta cuándo seguirá
acechando a las obras maestras escritas y a las bibliotecas de todos los
tiempos?”.
El segundo ejemplo fue publicado por el matutino Clarín
(martes 25 de septiembre de 1990), en su suplemento de Ciencia y Técnica (p.
3), con el título “¡Algo se quemó en Alejandría!” y la signatura del
articulista Leonardo Moledo, que dice cosas como éstas: “La calurosa costumbre
de quemar libros dista de ser un invento moderno. La Biblioteca de Alejandría,
que fue la más grande de la antigüedad, terminó su larga vida al ser incendiada
por el califa Omar en el año 644, que lo hizo basándose en un curioso
argumento: ‘Los libros de la biblioteca o bien contradicen al Corán, y entonces
son peligrosos, o bien coinciden con el Corán, y entonces son redundantes. Este
razonamiento notable, que fue objeto de un exquisito comentario del filósofo
argentino Tomás Simpson, costó a la memoria humana una buena cantidad de obras
irrecuperables”.
El último ejemplo son los versos finales del poema de
Borges que lleva por título “Alejandría, 641 A.D.” (J.L. Borges: Obra Poética,
Emecé, Buenos Aires, 1977, pp. 507-508):
En el siglo I
de la Hégira,
Yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas
Y que impone el Islam sobre la tierra,
Ordeno a mis soldados que destruyan
Por el fuego la larga Biblioteca…
Yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas
Y que impone el Islam sobre la tierra,
Ordeno a mis soldados que destruyan
Por el fuego la larga Biblioteca…
Los inventores de la leyenda
El profesor Mustafá el-Abbadi, doctorado en la
Universidad de Cambridge y director de la Nueva Biblioteca de Alejandría, es el
especialista que ha analizado concienzudamente los pormenores de la invención,
esclareciendo acabadamente sobre los personajes y móviles que la fraguaron: “En
el año 642, el general árabe Amr conquistó Egipto y ocupó Alejandría. Los
acontecimientos del comienzo de la conquista árabe han sido relatados por
historiadores de ambos bandos, tantos árabes como coptos y bizantinos. Sin
embargo, durante más de cinco siglos después de la conquista no se puede
encontrar ninguna referencia a una biblioteca de Alejandría bajo la dominación
árabe. De repente, a principios del siglo XIII, encontramos un relato en el que
se describe cómo Amr había quemado los libros de la antigua biblioteca de
Alejandría” (Mustafá el-Abbadi: La Antigua Biblioteca de Alejandría. Vida y
destino, Unesco, París-Madrid, 1994, p. 184).
Seguidamente, el profesor El-Abbadi se refiere a dos
escritores árabes que, por razones estrictamente relacionadas a su tiempo, se
encargaron de fabricar los argumentos que darían pie a la leyenda. Uno es
Abdulatif al-Bagdadi, nacido y muerto en Bagdad (1162-1231); el otro es Ibn
al-Qifti, nacido en Qift (la antigua Coptos), Alto Egipto, en 1172, y fallecido
en Alepo en 1248. Sobre Abdulatif dice El-Abbadi que “era un gran médico que residió
en Siria y Egipto hacia el 1200 (565 de la Hégira). A raíz de su visita a
Alejandría cuenta en un texto confuso que vio el gran pilar (normalmente
llamado el Pilar de Pompeyo), alrededor del cual se encontraban otras columnas.
Entonces añade una opinión personal: “Creo -dice- que se trataba del
emplazamiento del pórtico donde Aristóteles y sus sucesores impartían sus
enseñanzas; era el centro de estudio creado por Alejandro cuando fundó la
ciudad; ahí se encontraba el almacén de libros que fue incendiado por Amr, por
orden del califa Omar [Viaje a Egipto, Ifada wa I'tibar]. Es evidente que lo
que Abdulatif dice a propósito de Aristóteles y Alejandro es incorrecto; el
resto de sus afirmaciones acerca del incendio del depósito de libros no está
documentado y por lo tanto no tiene valor histórico.” (El Abbadi: Op. cit., p.
185).
Vale recordar que Aristóteles nunca estuvo en Alejandría
y que cuando Alejandro fundó su primera Alejandría delante de la isla de Faros,
no vería ningún edificio pues partió rápidamente hacia el oasis de Siwa para
luego continuar con su expedición al Asia Central y la India. La clave de esta
fábula es, sin embargo, Ibn al-Qifti. Éste relata que había un cura copto
llamado Juan el Gramático que presenció la ocupación de Alejandría por los
musulmanes y trabó amistad con Amr Ibn al-‘Ãs al-Quraishi (594-663) -el
fundador de al-Fustat (origen urbano de El Cairo)-, a quien solicitó el acceso
a los libros de sabiduría que pudieran encontrarse en el tesoro real de los
bizantinos, negándose Amr a disponer de tales libros sin la autorización del
califa Umar Ibn al-Jattãb (591-644), la que solicitó por carta, recibiendo la
respuesta conocida.
Ibn al-Qifti comete una acronía al ubicar a Juan el
Gramático a mediados del siglo VII. Éste, también llamado Juan Filopón
(Philoponos), había sido un filósofo y gramático griego cristiano que vivió
entre 490 y 566 y jamás pudo estar con vida en Alejandría en 641. Dice
El-Abbadi: “Más importante es el segundo relato, mucho más completo, que Ibn
Al-Qifti proporciona en su Historia de los Sabios (en el siglo XIII d.C. o
siglo VII de la Hégira)… Amr ordenó entonces repartir los libros entre los
baños de Alejandría para que fueran utilizados como combustible para la
calefacción, se requirieron seis meses para quemarlos.” “Escuchad y
maravillaos”, concluye el autor.
Después de Ibn Al-Qifti, otros autores árabes repitieron
su relato, a veces entero, a veces de forma abreviada. No fue conocido en
Europa hasta el siglo XVII, cuando dio pie a una polémica sobre la autenticidad
de todo el relato. Éste ha sido criticado en numerosas ocasiones, aunque apenas
hay dudas de que J.H. Butler, también arabista, era el historiador más
calificado para formular objeciones [J.H. Butler: The Arab Conquest of Egypt,
Oxford, 1902; 2ª ed., P.M.Fraser, 1978, pp. 400 y ss.] … A partir del siglo IV
los libros solían ir escritos sobre pergamino, que no arde. El móvil del uso
económico, consistente en quemar los libros para calentar los baños públicos,
revela el carácter ficticio de toda la historia” (El-Abbadi: Op. cit., pp.
186-187).
Analicemos hasta qué punto son absurdos los argumentos de
esta leyenda. Se pretende que el número de los baños que fueron calentados por
los volúmenes de la biblioteca eran cuatro mil. Por consiguiente, si se hubieran
destruido veinte volúmenes solamente por baño y por día, el total luego de seis
meses sería de 14 millones cuatrocientos mil volúmenes. Ahora bien, si los
baños de Oriente tenían piscinas de agua caliente a sesenta grados, es
totalmente imposible que veinte volúmenes puedan dar el número necesario de
calorías; y si tenemos que multiplicar por cinco, como ejemplo, el número de
volúmenes de cada baño, se pasará al límite del desatino. Tengamos presente que
el número mayor de volúmenes que albergó la biblioteca alejandrina fue de
setecientos mil, y es probable que ésa sea incluso una cifra un poco exagerada.
Ahora veamos el resto de la investigación del profesor
El-Abbadi que nos conducirá a una insospechada conclusión: “Primeramente, el
pasaje relativo a Juan el Gramático esta extraído casi literalmente de la obra
de Ibn Nadim [que vivió en Bagdad entre 936-c.995/998, autor del famoso Kitab
al-Fihrist, 'El Libro de los índices']… Es significativo que Al-Nadim hubiera
consignado todos los detalles tomados por Al-Qifti sobre la vida de Juan el
Gramático, incluyendo su relación con Amr; pero no menciona la conversación
sobre la biblioteca… en cuanto al pasaje relativo al divertido intercambio de
mensajes entre Amr y el califa, y el modo tan utilitario de emplear los libros
para calentar los baños, no se encuentra ninguna fuente más antigua. Esto
muestra que, hasta el siglo XII, los escritores árabes y bizantinos se
interesaban por la Biblioteca de Alejandría y su historia, pero ninguno de
ellos tenía constancia de que hubiera sobrevivido hasta la conquista árabe. Es,
por lo tanto, razonable pensar que sólo el tercer pasaje, el que se refiere a
los libros arrojados al fuego por Amr, es una invención correspondiente al
siglo XII (siglo VII de la Hégira).
Para confirmar esta suposición, hay que aportar dos
precisiones. ¿Qué acontecimiento se produjo en el siglo XII que pudiera
suscitar un repentino interés por el destino de la Biblioteca de Alejandría y
que se llevara a responsabilizar a Amr de su destrucción? Por otra parte, ¿por
qué después de un total silencio de más de ocho siglos tras la destrucción del
Serapeum, Ibn Al-Qifti se muestra tan deseoso de contar tal historia con todo
lujo de detalles?
Para responder a la primera pregunta, debemos recordar
que los siglos XI y XII (siglos V y VI de la Hégira) fueron una época decisiva
en la historia de las Cruzadas y determinante en la historia del mundo. Es en
esos dos siglos cuando se decide el futuro de la historia del mundo… Por
entonces ya se sabía que, en las grandes ciudades del mundo musulmán, había
bibliotecas célebres que reunían gran cantidad de libros y, concretamente,
antiguos libros griegos… La traducción del árabe al latín se convirtió en un
elemento clave para el renacimiento del saber, y muchas obras de los clásicos
griegos fueron conocidas indirectamente en Europa gracias a traducciones
árabes. Además de las obras de Euclides, las de Hipócrates y las de Galeno, la
Almagesta de Ptolomeo, las de Aristóteles con los comentarios de Avicena, las
de Averroes y muchas otras fueron sistemáticamente investigadas y traducidas
del árabe al latín en Occidente, durante los siglos XII y XIII.
Durante esa época, la situación de los libros y de las
bibliotecas en el Oriente musulmán fue totalmente diferente. Algunos incidentes
ocurridos en tiempos de las Cruzadas, en los siglos XI y XII, tuvieron como
consecuencia la destrucción de las bibliotecas. El primer hecho de este tipo
tuvo lugar durante la gran hambruna que azotó Egipto hacia 1070 (460 de la
Hégira): el califa fatimita Al-Mustansir se vio obligado a poner en venta miles
de libros de la Gran Biblioteca Fatimita de El Cairo para pagar a sus soldados
turcos. En cierta ocasión vendió “18.000 libros relacionados con las ciencias
antiguas”…
Tras establecer su poder en Egipto, Saladino necesitaba
mucho dinero para proseguir sus campañas contra los cruzados y pagar a quienes
le habían ayudado o servido. Por eso ofreció o puso en venta muchos de los
tesoros que había confiscado. Sabemos que en dos ocasiones las colecciones de
las bibliotecas públicas figuraron entre estos tesoros… Según Maqrizi
[historiador nacido en el Líbano en 1365 y muerto en Egipto en 1442, autor de
al-Jitat, 'El Catastro'], después de que Saladino conquistara Egipto (1171, 567
de la Hégira), anunció la distribución y venta de los enseres de la célebre
biblioteca fatimita… El hecho aparece confirmado por los detalles aportados por
Abu Shama [historiador damasquino que vivió entre 1203-1268, autor de Kitab
ar-Raudatein fi ajbar al-daulatein, 'Libro de los dos jardines'], quien cita a
uno de los ayudantes de Saladino, Al’Emad, que indicó que la biblioteca
contenía en aquella época “120.000 volúmenes encuadernados en cuero de los
libros inmortales de la antigüedad…; ocho cargamentos de camello transportaban
parte de estos libros hasta Siria”. Así fue como Saladino liquidó los restos de
una biblioteca que antaño, según Abu Shama, había contenido más de dos millones
de volúmenes, antes de que los fatimitas empezaran a venderlos… De todo esto se
deducen dos puntos importantes. En primer lugar, había un importante aumento de
la demanda de libros en Occidente en la época de las Cruzadas, en concreto en
el siglo XII, un período en el que Europa recupera el gusto por el saber y que
ha sido llamado protorrenacimiento… El segundo aspecto sorprendente es la
tristeza que se desprende de los relatos, y que se traduce en el sentimiento
generalizado de rencor y descontento ante la pérdida de tan preciado patrimonio
de sabiduría. Saladino fue punto de mira de amargas críticas, en particular de
algunos supervivientes del antiguo régimen, a los que temía y que intentó
eliminar. En consecuencia, era necesario que los partidarios del nuevo orden se
movilizasen para defenderlo y justificar los actos del nuevo soberano. Sin duda
fue por eso por lo que Ibn Al-Qifti [su padre había servido a Saladino como
juez en Jerusalén y él mismo fue juez en Alepo desde 1214] hizo figurar en su
Historia de los Sabios el fantasioso pasaje de la orden dada por Amr de
utilizar los libros de la Antigua Biblioteca de Alejandría como combustible
para calentar los baños públicos de la ciudad, con lo que daba a entender que
es menor crimen el vender los libros en una situación de necesidad, que
arrojarlos al fuego” (El-Abbadi: Op. cit., pp. 188-196).
La versión de Abulfaragius
Iuhanna Abu al-Farag Ibn al-Ibri (1226-1289), latinizado
Abulfaragius Bar Hebraeus (‘el hijo del hebreo’), era hijo de un médico judío,
Aarón de Malatia (hoy Turquía), que se hizo cristiano. En 1264 fue nombrado
mafrián, arzobispo de los jacobitas orientales; su asiento estaba en Mosul
(Irak), sin embargo, habitaba las ciudades iraníes de Tabriz y Maragha, donde
residían los emperadores mogoles. Bar Hebraeus es autor de una voluminosa obra
de la historia de Siria, país donde residió largo tiempo, y otra conocida en
Occidente como “Historias de las Naciones” (History of Nations, traducida por
Edward Pococke, Oxford, 1665; 2ª ed. 1806). Su obra, incongruente y
contradictoria, no es para nada confiable. Los historiadores europeos de los siglos
XVII y XVIII especializados en temas árabes e islámicos como Gibbon, Ocley,
Gagnier, Boulainvilliers o Niebuhr sólo tomaron en cuenta sus descripciones
geográficas y culturales, obviando sus comentarios sobre los hechos políticos,
por lo general insubstanciales e indocumentados.
Los modernos investigadores señalan a este conspicuo
representante monofisita como el propagador principal del mito de la quema de
la biblioteca alejandrina por los árabes, que sirvió durante cierto tiempo para
echar una columna de humo sobre la identidad del verdadero responsable, su
correligionario Teófilo: “El hecho es que se trata de una invención tardía, con
fines de desprestigio político, tejida en el siglo XIII, 600 años más tarde de
la conquista árabe de Egipto y en plenas Cruzadas; su súbita aparición coincide
con la breve conquista de Alejandría y Egipto por San Luis IX (1249-50), en la
VII Cruzada, lo que despertaría el interés por la ciudad legendaria y
reavivaría la memoria de la pavorosa destrucción por los cristianos monofisitas
de la Biblioteca-Hija de Alejandría, la última gran biblioteca de la
Antigüedad. El mismo siglo XIII que vio además a los últimos cruzados abandonar
el Medio Oriente, tras el fracaso de la VII Cruzada y las victorias de Baybars,
el sultán mameluco de Egipto, en 1260. Quien propagó la leyenda fue un
enciclopedista sirio monofisita, Aboul Farag Ibn al-Ibri, monje de Antioquía,
obispo de Lakabin a los veinte años, más tarde de Alepo y Primado de la
comunidad cristiana oriental hasta su muerte (…) Su acusación aparece inserta
en su Specimen Historiae Arabum, dentro de su obra más famosa, Chronicon
Syriacum, historia universal desde Adam hasta su tiempo, escrita en siríaco,
con un resumen en árabe. (…) El relato finaliza acusando al general Amru de
haber quemado entonces los miles de libros de la famosa Biblioteca de
Alejandría por orden del califa Omar, haciéndole a él y a su pueblo responsable
ante la Historia de semejante hecatombe cultural. Así nació la versión
imposible de la leyenda, a fines del medievo, en el siglo XIII. (…) Esta
singular afirmación de Abulfaragius es un hapax legomenon, apareciendo una sola
vez en todo el medievo. Incluso única en su género, provocaría la difusión en
Occidente de la famosa leyenda atribuyendo el incendio de la Gran Bibloteca a
sus más encarnizados enemigos de la época, a la religión rival monoteísta que
llegaba triunfante del fondo del desierto arábigo. (…) La leyenda, sesgada y
falsa, ignora completamente la afirmación del obispo de Constancia y padre de
la Iglesia, Epiphanios (315-403), en su Patrología Graeca, quien afirmaba que
“… el lugar de Alejandría donde una vez estuvo la Biblioteca, ahora es un
páramo”. (…) Por tanto, la leyenda es, efectivamente, una fábula inventada, un
engaño imposible que no resiste ni un somero análisis crítico. Los árabes nunca
incendiaron la Gran Biblioteca de Alejandría; sencillamente porque, cuando
llegaron en el siglo VII, ya hacía cientos de años que no existía” (Pablo de
Jevenois: Op. cit, pp. 27, 28, 32 y 41).
En realidad, Abulfaragius no fue nada original y no hizo
otra cosa que repetir las historietas de Abdulatif de Bagdad e Ibn al-Qifti ya
explicadas.
Gustavo Le Bon (1841-1931), el islamólogo francés, añade
que “Amru se mostró indulgente con los habitantes de la gran ciudad, y no sólo
les evitó todo acto de violencia sino que procuró ganarse su voluntad,
escuchando todas sus reclamaciones y procurando satisfacerlas. En cuanto al
pretendido incendio de la biblioteca de Alejandría, semejante vandalismo eran
tan impropio de las costumbres de los árabes, que cabe preguntarse cómo tan
disparatada leyenda ha podido hallar crédito durante tanto tiempo entre muchos
escritores formales (…) Ha sido facilísimo demostrar por medio de citas muy
claras, que muchos antes de los árabes, los cristianos habían destruido los
libros paganos de Alejandría con el mismo tesón conque habían destruido las
estatuas, y por consiguiente que Amru no quemó ni halló libros que quemar” (G.
Le Bon: La Civilización de los Arabes, Editorial Arábigo-Argentina “El Nilo”,
Buenos aires, 1974, capítulo IV, p. 193).
“La leyenda muy bien pudo nacer de la necesidad de
explicar la desaparición de la biblioteca, cuya existencia se conoció más tarde
en el mundo musulmán cuando se tradujeron las obras de los grandes filósofos y
científicos griegos al árabe” (Hipólito Escolar Sobrino: La Biblioteca de
Alejandría, Gredos, Madrid, 2001, pp. 123-124).
Por último, quisiéramos citar el comentario que hace el
doctor Muhammad Mahir Hamada para refutar los argumentos de la leyenda: “El
hecho de quemar libros y de destruir los vestigios de las civilizaciones no
está en la naturaleza del Islam ni en la de los musulmanes, puesto que el Islam
es una religión que fomenta el saber y el estudio” (M.M. Hamada: Al-Maktabat
fil-Islam ‘Las bibliotecas del Islam’, Al-Risala Publishers, El Cairo,
1390/1970, p. 24, en árabe).
Bibliófilos por tradición
Sabido es entre los hombres de ciencia y erudición que
los musulmanes siempre han mostrado por los libros el mayor de los respetos y
los cuidados. Siempre estuvieron más orgullosos de sus bibliotecas y librerías
que de sus armas, palacios y jardines. Durante el siglo X, en la Alta Edad
Media, cuando los castillos de los príncipes cristianos tenían bibliotecas de
diez volúmenes, mientras no excedían de treinta a cuarenta las de los
monasterios más famosos por su ciencia, como Cluny o Canterbury, la de los
califas de Córdoba alcanzaban los cuatrocientos mil.
“Cuando los árabes, inspirados por las enseñanzas de
Mahoma, salieron del desierto en el siglo VII, no tenían literatura excepto el
Corán. En el curso de trescientos años, las bibliotecas musulmanas se
extendieron desde España hasta la India por tierras que habían sido parte de
los imperios romano, bizantino y persa. Contrariamente a muchos pueblos conquistadores,
los árabes tenían gran respeto por las civilizaciones que conquistaban.
Consideraban fuente de inspiración el conocimiento de los griegos, los persas y
los judíos. Cuando el poeta abasida al-Mutannabi proclamó que “el asiento más
honorable de este mundo es la montura de un caballo”, agregó que “el mejor
compañero siempre será un libro”. (…) Influenciados por las antiguas
tradiciones literarias de Bizancio y Persia, los árabes estudiaron las ciencias
filosóficas: medicina, astronomía, geometría y filosofía. Al principio
traducían trabajos antiguos, pero los musulmanes, que poseían el conocimiento
sagrado, pronto contribuyeron prolíficamente a la literatura científica. A
través de sus trabajos la Europa cristiana recibió la inspiración para su Renacimiento”
(Fred Lerner: Historias de las bibliotecas del mundo. Desde la invención de la
escritura hasta la era de la computación, Editorial Troquel, Buenos Aires,
1999, capítulo V, Bibliotecas del mundo islámico, p. 85).
El arabista e islamólogo holandés Reinhart Dozy
(1820-1883) en su pormenorizado trabajo sobre la España islámica, nos ofrece
estos datos ejemplares sobre el cordobés al-Hakam II (califa entre 961 y 976):
“Nunca había reinado en España príncipe tan sabio, y aunque todos sus
predecesores habían sido hombres cultos, aficionados a enriquecer sus
bibliotecas, ninguno buscó con tal ansia libros preciosos y raros. En El Cairo,
en Bagdad, en Damasco y en Alejandría, tenía agentes encargados de copiarle o
de comprarle a cualquier precio libros antiguos y modernos. Su palacio estaba
lleno, era un taller donde no se encontraban más que copistas, encuadernadores
y miniaturistas. Sólo el catálogo de su biblioteca se componía de cuarenta y
cuatro cuadernos, de veinte hojas, según unos, de cincuenta según otros, y no
contenía más que el título de los libros, no su descripción. Cuentan algunos
escritores que el número de volúmenes subía a cuatrocientos mil. Y Haquem los
había leído todos, y lo que es más, había anotado la mayor parte (…) Libros
compuestos en Persia y en Siria le eran conocidos, muchas veces antes que nadie
los hubiera leído en Oriente” (R. Dozy: Historia de los Musulmanes de España,
Ediciones Turner, Madrid, 1984, Tomo III, El Califato, V, pp. 97-98).
** Por Ricardo
Shamsuddín Elía :(Historiador, miembro del Instituto Argentino de Cultura
Islámica).